Tierra viva: campos agroecológicos de Lincoln

Publicado en por escabullidos

36 productores y 12 ingenieros agrónomos que manejan casi 12.000 hectáreas se volcaron a la agroecología: no usan agrotóxicos, mejoran el ambiente, la producción y sus ganancias. Las claves de lo grupal y lo personal. Los argumentos profesionales y prácticos en un viaje al corazón de la nueva Pampa húmeda.
Todas las fotos: Martina Perosa

Todas las fotos: Martina Perosa

El grupo de 40 personas formado por ingenieros agrónomos, productores y vecinos, está en ronda en medio de un campo, ante la curiosidad de las vacas. Más allá quedaron las camionetas que nos acercaron al establecimiento Don Joaquín de Lincoln, provincia de Buenos Aires, Pampa húmeda, surfeando caminos embarrados. 

En términos camperos, 40 personas son una multitud. Botas de goma de caña alta, ponchos, boinas, una cordialidad que los urbanos hemos disuelto en neurosis, frío de campo y de aire libre, y la sorpresa con la que nos esperaban Hernán y Carolina: un chocolate caliente, hecho con leche de este campo agroecológico.

Las personas en ronda señalan el suelo, tocan hojas con las yemas de los dedos, hacen cálculos, hablan de estilos de vida, y sueltan palabras que forman una red o un rompecabezas: fertilidad, deudas, leguminosas, sequía, rentabilidad, malezas, tecnología, miedo, insumos, cheques, bosta, transiciones…

La ronda está rodeada de verde, cielo y horizontes. Una palada en el suelo logra que el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá atraiga la atención del resto. Tranquilo, didáctico, un académico que mete los pies en el barro, Cerdá es fundador de la RENAMA (Red Nacional de Municipios y comunidades que fomentan la Agroecología), de la cual Lincoln forma parte.

La pala muestra la tierra negra, las raíces y los tallos de esas pasturas. Se ven zigzaguear unas lombrices, cosa que todos celebran. No es que piensen en ir a pescar: las lombrices son un síntoma de algo positivo que está ocurriendo en estos suelos que ya no padecen aplicaciones del paquete tecnológico de herbicidas, insecticidas y fertilizantes.     

Cerdá acerca su nariz a los puñados de tierra. Todos lo imitan. Parece una cata de suelo. Tomo una porción de esa pala que parece una cuchara gigante. Es tierra esponjosa, no ensucia.

Foto: Martina Perosa

Foto: Martina Perosa

 

¿Cómo sería una crónica del olor? Habría que recuperar el sentido genuino de algunas palabras: la tierra sana tiene un olor limpio, fresco, vegetal, agradable, vital, profundo, suave, agreste, natural, que me envía hacia la memoria de algo que no sé qué es, pero es bueno. (Esto no se reemplaza con los desodorantes de ambientes que financian publicitariamente parte de la televisión argentina, que sigue oliendo como ya se sabe). Cerdá: “La tierra en el modelo convencional es dura, cuesta meter la pala, y casi no tiene olor. No hay lombrices ni organismos. Es un suelo sin vida”.

El grupo recorre luego varios lotes del campo en un clima que la productora Mabel Vesco refiere así: “Andamos muy animosos”. Están tramando, aprendiendo y explorando juntos algo que hasta ahora aporta como resultados: hacer lo que quieren, vivir más tranquilos, cuidar lo que los rodea y perder menos plata. O sea, ganar más.

Tierra viva: campos agroecológicos de Lincoln

11.828 hectáreas

Daniela Rumi es una combinación de profesora de Química y Biología con campesina sub-40. Su marido, Pablo Argilla, es especialista en sistemas y vegano con estilo chacarero. Gente con capacidad de sentir algo, y ponerse a hacer cosas al respecto.

Pablo: “Supimos que se iba a crear RENAMA en Rojas, acá a 100 kilómetros. Era mayo de 2016. Agarramos el auto,  fuimos con nuestro hijito (Efraim) a ver qué onda”. Daniela: “Yo me crié en el campo, me fui a los 18, siempre pensé en volver, pero descubrimos que ya no era un lugar muy saludable”. Ella fue a escuchar las charlas técnicas de la RENAMA; él, las dedicadas a la producción: “Vivo de hacer sistemas de facturación para pequeñas empresas, además cultivo una huerta familiar, y mi papá tiene un campo de 50 hectáreas. Quedamos muy tocados por todo lo que se dijo allí”. 

Los 100 kilómetros de vuelta a Lincoln fueron un torbellino: “No teníamos tanta información sobre lo que provocan los agrotóxicos en la salud del suelo, el ambiente y las personas”. Quedaron en contacto con Cerdá, fueron a conocer campos como La Aurora, de Juan Kiehr en Benito Juárez (Mu 79: La que se viene), modelo agroecológico según la FAO (Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura). Daniela: “A fines de 2016 vinieron unas 30 personas al patio de mi casa, y fundamos el grupo Conciencia Agroecológica”. Surgió lo inesperado: “Al principio la mayoría eran docentes, jubilados, comerciantes, pensamos que era algo que iba a interesar desde la educación, la salud, la alimentación, la feria agroecológica. Pero el tema explotó por el lado de la producción”.

Durante 2017 se multiplicaron las reuniones y visitas de productoras y productores a La Aurora y también a Guaminí, con ocho campos en producción agroecológica (Mu 106: Campo recuperado). La movida en Lincoln sigue creciendo. Hasta ahora:  

  • Hay 24 productores en Conciencia Agroecológica que suman 2.253 hectáreas propias y 2024 que alquilan. Total: 4.277 Ha.
  • En el grupo hay además 14 ingenieros agrónomos, 12 de los cuales asesoran a otros tantos productores que no integran formalmente C.A., pero están en transición agroecológica y suman campos de 7.551 Ha.
  • Total para Lincoln: 36 productores trabajando agroecológicamente, que manejan 11.828 Ha.
  • Pablo: “Y se suma cada vez más gente. Eso te muestra una tendencia”.
Susana con tierra fértil.

Susana con tierra fértil.

Campos drogados

Cerdá completa datos sobre esa tendencia: “En la RENAMA hay 28 grupos que suman más de 70 productores en 7 provincias, y son 9 los municipios incorporados formalmente (Chabás, Lincoln, Bolívar, Guaminí, Gualeguaychú, Salliqueló, Coronel Suárez, General Alvarado, Coronel Pringles). Trabajamos con instituciones, universidades, grupos de investigación, defensorías del pueblo, las cátedras de soberanía alimentaria, el Hospital Italiano, facultades de Agronomía, el Colegio de Ingenieros Agrónomos de Córdoba, la Asociación para la Agricultura Biodinámica de Argentina y tantos otros”.

Habría que sumar muchas experiencias de este tipo que no forman parte de la RENAMA, como la Granja Naturaleza Viva en Santa Fe (Mu 22) o la Colonia 26 de abril en Jáuregui, de la Unión de Trabajadores de la Tierra (Mu 124) por poner apenas dos ejemplos entre tantos. Todas hacen rancho aparte con respecto al modelo de fumigaciones masivas, monocultivo, transgénicos, desertificación, empobrecimiento y vaciamiento de los campos: una fumigación social y cultural.

Cerdá no deja de asombrarse: “Hay mucha gente con ganas de cambiar. Lo que prometió el modelo no resultó. Los costos se cuadruplicaron, los productores se endeudaron, estalló un conflicto porque las comunidades reclaman que se pare de fumigar, y se produjo una condena social”. Conviene recordar que diversos cultivos fueron genéticamente modificados por corporaciones como Monsanto, Bayer & Afines para que fueran inmunes a los venenos. El “paquete tecnológico” de los transgénicos, por lo tanto empieza en la semilla, pero obliga a los productores a usar agrotóxicos.     

Mabel Vesco, tambera.

Mabel Vesco, tambera.

“Pese a todo cada vez hay más malezas resistentes: de una o dos hace 20 años pasamos a más de 30 actualmente, explica Cerdá. “Entonces ¿qué propone el modelo? Tirar más y más agrotóxicos, cada vez más caros, ni hablar ahora con el precio del dólar”. Argentina está consumiendo entre 300 y 400 millones de litros de herbicidas por año, unos 3.500 millones de dólares que los productores transfieren a las corporaciones, mientras organizaciones como Aapresid (la asociación de siembra directa cooptada por el negocio transgénico) emiten “alertas rojas” por el Yuyo colorado o por biotipos de nabos resistentes a todos los herbicidas conocidos. 

Síntomas del presente, según Cerdá: “Hay enfermedades crónicas cada vez más difundidas: cáncer, celiaquía, tiroidismo. Dicen que no hay evidencias científicas de que sean por este modelo de producción, pero está claro que las enfermedades aumentan, que aumenta el uso de plaguicidas y que se detectan los venenos en los alimentos, como lo viene estudiando el EMISA (Espacio Multidisciplinario de Investigaciones Socio Ambientales) de La Plata. Eso se acumula en nuestro cuerpo: ahí puede estar el origen de muchas enfermedades crónicas”.   

Sobre drogas: “El modelo enajena mucho. Funde a los productores y los deja presos de un sistema que es como la droga: precisa cada vez más. Lo vendieron como un remedio, pero un remedio es algo que uno toma una vez para curarse, y después lo dejás. Lo de los agrotóxicos no es un remedio, sino una adicción. Se precisa cada vez más, y los productores creen que no pueden dejar de usarlos. Acá se está demostrando lo contrario”.

Roberto Perkins, asesor.

Roberto Perkins, asesor.

¿Qué es la agroecología?

Santiago Sarandón, fundador de la primera Cátedra de Agroecología en el país define: “La Agroecología surge como un nuevo campo de conocimientos, un enfoque, una disciplina científica que reúne, sintetiza y aplica conocimientos de la agronomía, la ecología, la sociología, la etnobotánica, y otras ciencias afines, con una óptica holística y sistémica y un fuerte componente ético, para generar conocimientos, validar y aplicar estrategias adecuadas para diseñar, manejar y evaluar agroecosistemas sustentables”. Cerdá y muchos otros agregan a esa idea el concepto de biodinámica que implica conocimiento de preparados biológicos y de ciclos lunares (entre muchas otras cosas) para enriquecer la vida de suelos, plantas, animales y personas. 

O sea: no se trata de recetas ni cócteles de herbicidas sino de enfoques científicos y prácticos, estilos de trabajo, que funcionan según el lugar. Es diferente lo que hacen en Misiones que en la Pampa húmeda o Neuquén. Es diferente la agroecología aplicada a la producción de huertas, que la que propone dinámicas de trabajo en grandes extensiones agropecuarias. Las une el modo de pensar la relación con la Naturaleza y la mirada sobre la actividad agropecuaria. 

“La agroecología tiene tres patas: ambientalmente sustentable, socialmente justa, y económicamente rentable”, agrega Pablo Argilla. Lo económico tiene un sentido obvio: “Si no se es rentable, si no hay sustento, no se puede continuar”. Muchos productores empiezan atraídos por ese aspecto, aunque luego suele percibirse eso que Mabel llama “andar animosos”: una actitud diferente hacia lo grupal y hacia la vida.

Lo social se refiere especialmente a que “los alimentos lleguen a todos, que no tengan un precio mayor”. Eso diferencia los productos agroecológicos de los orgánicos, que requieren una certificación que los encarece y terminan siendo productos de exportación o para sectores de altos ingresos. “Lo agroecológico además revaloriza lo que el productor sabe, y facilita que más gente viva en el campo”.

¿Qué de todo esto se ve en Lincoln? Pantallazo de principiante: se asocian cultivos de leguminosas (como la vicia o el trébol) con gramíneas (trigo, sorgo, maíz y demás). Las leguminosas cubren y protegen el suelo, lo nutren, fijan nitrógeno, lo enriquecen. Así se evitan los fertilizantes químicos. Explica Cerdá: “La gente piensa que el fertilizante es un alimento para el suelo pero es como darle jamón crudo, intoxica al campo, crea necesidad de más agua, y faltante de agua para las otras plantas”. Por una serie de procesos internos la planta fertilizada con químicos produce aminoácidos que atraen más plagas. “Entonces tenés que fumigarlas, y empieza la rueda de nuevo. Y todo lo provocó el propio sistema con un cultivo desequilibrado”. 

Hernán Fanelli, productor.

Hernán Fanelli, productor.

Otra clave: las leguminosas nutren realmente al suelo pero además, al ocupar el espacio, impiden la aparición de malezas, evitándole al productor financiando las guerras de las corporaciones contra los nabos y los yuyos.

En un suelo cada vez más vital, los cultivos crecen mejor y nacen pasturas sanas para ganado, que a su vez abona y fertiliza aún más el suelo: nada se pierde, todo se transforma. Se diseñan corredores biológicos para los insectos, con lo que se elimina el gasto en insecticidas y se facilita la aparición de insectos benéficos.

Frente a un modelo de monocultivo, químicos y enfermedad, aparece un enfoque que lleva al policultivo, la biodiversidad y logra tal vez una utopía: que ciencia y sentido común, por fin, sean aliados.

Mosquito a la vista

Hernán Fanelli es ingeniero agrónomo, alto, flaco, dueño del campo Don Joaquín, y anfitrión del chocolate caliente: “Son 120 hectáreas propias y se están alquilando 270 más. Estamos en una transición: todavía no tenemos todo el sistema funcionando agroecológicamente, pero vamos hacia eso”.

Tienen unas 800 cabezas de ganado, tambo, y un antecedente: “Intentábamos trabajar con menos insumos. Cuando me enteré de las reuniones del grupo el año pasado, y entendí que podía aplicarse a mediana o gran escala, dije: vamos con esto”. ¿Qué cambió? “Bajás los costos. Mejora la condición de los suelos y todo evoluciona de forma más natural”.

Sostiene Fanelli: “Los rendimientos no bajaron en los forrajes de invierno para producción de leche, ni en los cultivos de verano como el maíz para hacer reservas para silo y para grano. Lo que sí bajó fue el costo de insumos”.

¿Cuánto ahorró?  Fertilizantes, de 14.000 litros en 2016 se pasó a cero. Glifosato: de 393 litros en 2016 a 48 este año. “Estoy haciendo la cuenta a ojo, pero el ahorro debe ser de unos 150.000 pesos anuales, según el precio del dólar. Quiero llegar a producir sin ningún insumo y que el sistema se autoabastezca”.

La hostilidad del modelo quedó en evidencia mientras recorríamos Don Joaquín. A menos de 50 metros, por el camino de tierra, pasó un mosquito del campo vecino fumigando con la mayor naturalidad del universo. “Tienen que haber visto que hay 40 personas acá reunidas, pero fumigan igual, no les importa, y además perjudican a los otros campos”, dice Carolina Sgarbi, la pareja de Hernán, con quien tienen niño y niña, de 7 y 4 años. Es ingeniera agrónoma, profesora en Junín de la Universidad Nacional del Noroeste de la  Provincia de Buenos Aires (UNNOBA) en Manejo integrado de plagas. “Siempre tuve una mirada crítica hacia los agroquímicos, que incluso la gente usa en los jardines de su casa. Aquí hace tiempo se quiere trabajar de otro modo”.  Sobre el mosquito: “Hay una inconciencia total. Para mí es falta de educación”. ¿O falta de prohibiciones? “Tal vez somos hijos del rigor”, dice Carolina mirando el artefacto amarillo que se aleja fumigando hacia campos vecinos.

La boina de Jorge Themtham.

La boina de Jorge Themtham.

Acompañante terapéutico

Mabel Vesco, del campo El Trébol, abrió su hogar a todo el grupo. Nunca pude conocer casas de campo que sean “estilo campo”. Esta casa es “estilo Mabel”, mujer baja, con rulos, movediza,  enérgica. “Tengo tambo, ganadería y algo de agricultura. Son 150 hectáreas. Viajé a Guaminí. Lo que vi me convenció: me volví con mis tres bolsas de vicia para sembrar. Todos me cargaban. Hicimos un pequeño ensayo en lotes no muy buenos, pero creció bien. No usábamos herbicida, achicamos gastos y nos encontramos con un suelo más vivo”. Mabel sonríe: “Terminé vendiendo 37.000 kilos de pasturas”.

La recorrida cruza por lotes de avena con vicia. Pablo explica lo que se ve: “La avena tiene hojas gruesas y bien verdes, con excelente estado de salud y vigor”. Vimos también vimos el silo de avena y vicia, la nueva producción de El Trébol.

Juan Carlos Pelizza, esposo de Mabel: “Vivimos en el campo y nos dimos cuenta de que este también era un tema de salud nuestra y de los animales”. El contagio, según Mabel: “Ver los campos de Guaminí fue extraordinario, pero además nos explicaron cosas que me generaron emoción y entusiasmo. Y confianza. Nadie se funde por hacer esto, y la tierra te devuelve cosas muy importantes”. ¿Qué cosas? “Paz interior”.

El campo de Mabel tiene un asesor: el ingeniero agrónomo Alfredo Alcaraz, correntino radicado en Córdoba. Alfredo conoció la experiencia de La Aurora a través de Mu: “Mi señora también es ingeniera agrónoma, me pasó la revista, y fui. Y aquí estamos haciendo esa transición. A veces me dicen que más que asesor soy el psicólogo, el acompañante terapéutico. Pasa que asusta pasar de un modelo al otro, pero los problemas técnicos son secundarios”.

El ingeniero Alcaraz explica: “El sistema lo único que te ofrece es una determinada rentabilidad teórica en función de insumos. Eso es falso. Y uno se siente solo. Por eso es importante que aquí haya un grupo”. Reconoce Alcaraz un problema de base: “Todos los colegas, agrónomos, veterinarios y técnicos, venimos de una formación productivista que tergiversa la cosa. La maleza es para la soja transgénica. Pero para mí, es alimento para la vaca: no hay tal maleza. Entonces se trata de pensar y aplicar una tecnología de procesos y no de insumos. Entender cómo funcionan las cosas y leer la realidad. Porque si te quedás en aplicar lo que te dicen en la facultad vamos muertos”.

Los pioneros de Lincoln, en el primer año de experiencia, compraron 2.000 kilos de semillas de vicia para iniciar la producción sin insumos. Gracias a los resultados, la segunda compra fue de 30.000 kilos.

Maíz y mujeres

Las conversaciones en Lincoln son sorprendentes. En tiempos técnicamente horribles, saqueados y embrutecidos, estas personas hablan de fertilidad, producción, convivencia e incluso felicidad. No como palabras o ilusiones, sino como prácticas.

También hablan de números. En el campo de Susana Rabaza, Cerdá explica una diferencia invisible entre el maíz transgénico y el agroecológico. “Siempre se habla del rendimiento, pero no sobre el contenido de ese maíz”. El maíz natural tiene 6113 partes por millón (ppm) de calcio, contra 14 del transgénico. Potasio: 113 ppm contra 7. Magnesio, 113 ppm contra 2. La desproporción también se verifica en cultivos como lechuga, tomate, espinaca y frijoles, según estudios de la Rutgers University de los Estados Unidos. “Son alimentos que ya no alimentan”.

Susana reconoce a Mu: “Yo era desconfiada, pero cuando conocí La Aurora fue espectacular: me cambió la cabeza. Vi una avena con hojas anchas así, el campo hermoso, el aprovechamiento de cada cosa”. Ha decidido que una hectárea de su campo se utilice para hacer huerta agroecológica que gestionará un grupo de jóvenes para producir verduras. “Tenemos incluso chefs en el grupo. La idea es que mucha gente pueda hacer lo mismo, que sea una huerta frutihortícola que pueda comercializar en la Feria Agroecológica que se hace en Lincoln todos los meses”, explican Eduardo González y Bernardo Agudo, a cargo del proyecto. Cerdá agrega un dato: “Ya pude hacer canelones y tortillas de vicia, que tiene casi tantas proteínas como la carne. Los que dicen que quieren alimentar al mundo tendrían que producir este tipo de cosas”. 

Soledad Varela es otra mamá joven -de Eloísa- propietaria junto a su pareja de dos campos que suman 350 hectáreas que ella gestiona: “Con la producción tradicional gastaba la mitad de los terneros en generar la comida para las vacas. Apareció esto de la agroecología, fui incorporando lotes al sistema y este año ya no compré insumos, las vacas se mantienen con los cultivos, y tengo todas las terneras para reposición. Solo gasté en impuestos y mantenimiento”.   

Otra cuenta de Soledad: “Me ahorré dolores de cabeza con contratistas que no te cumplen, con pagar insumos, cubrir cheques, vender para tapar el agujero anterior… manejaba mucha plata para vivir con poca plata. Y no quería fumigarme yo, ni a la gente, ni a mi hija. Rescato que volví a tener contacto con la naturaleza, porque pensás en  cómo nacen los pastos, y no en cómo matarlos. Y al final, trabajo menos”. Es veterinaria, y alguna vez trabajó vendiendo agroquímicos. “Te dabas cuenta de que era una porquería, pero parecía lo único posible”.

Lo grupal: “Como mujer es muy difícil conocer otras mujeres que hagan esto. Vas a un cumpleaños en el pueblo y no hay muchas productoras. Acá en el grupo sí hay bastantes, pero además todos son muy abiertos. Se puede hablar, compartir inquietudes, eso es muy valioso”. Soledad habla de su nombre: “Salís de la soledad pero no como algo trivial, que no te hace crecer en tu vida personal. Salís dentro de un grupo con intereses en común. Eso vale mucho”.

Benjamín Themtham, Soledad Varela, Eduardo Cerdá, Carolina Sbargi y Susana Rabaza: un nuevo estilo de producción.

Benjamín Themtham, Soledad Varela, Eduardo Cerdá, Carolina Sbargi y Susana Rabaza: un nuevo estilo de producción.

Salida laboral

Roberto Perkins, ingeniero agrónomo y sobrino 2º del piloto Gastón Perkins fallecido en 2006, está con un grupo alumnos de la Tecnicatura Superior en Producción Agrícola Ganadera. Les dice: “No hay que enamorarse de la tecnología. La mayor seguridad es conocer el recurso con el que trabajamos, que es la naturaleza”.

Perkins es asesor de Santiago Paolucci, 71 años, que se permite hablar a un tiempo de utilidad y felicidad: “Veníamos con una decepción. Usábamos todos los agroquímicos y fertilizantes, sin ganancia, sin utilidad. En cambio ahora los lotes superaron varias veces la oferta forrajera que teníamos, y la tierra está sana. De 300.000 pesos de costos pasamos a 100.000. Pero además, cuando uno lo piensa, todos esos productos te hacen convivir con la muerte. Matás plantas, matás suelo y es como que estás en una guerra, en una actitud de agresión. ¿Por qué? Me parece mejor vivir en un estado de amistad. Es más tranquilo y más feliz”.      

Marcelo Calles es otro ingeniero agrónomo, asesor en campos que suman 12.000 hectáreas, el 80 % dedicado a la producción convencional. En su 4×4 explica: “Esto está empezando. Cuando fui a Guaminí, ver esos cultivos fue mucho más importante que todas las palabras que me podían decir. Vi trigo sano, verde, bárbaro, sin problemas de pulgones, sin malezas. Ahí me entusiasmé y es lo que estoy aplicando por ahora en 400 hectáreas que monitoreo. Hoy veo a la agroecología como algo muy importante para el cuidado de los suelos, del ambiente, y también como salida laboral. Porque no hay muchos ingenieros agrónomos que estén preparados, y esto es lo que se va a venir. La gente en las ciudades cada vez más va a decir que paren de contaminar: se nota un cambio de conciencia. Y yo quiero estar capacitado para producir de ese modo”.

Jorge (61) y Benjamin Themtham (37), padre e hijo, llegaron desde 30 de agosto con sus boinas de alta gama. La familia tiene 136 hectáreas desde hace más de 100 años, más otros campos alquilados con producción tambera, cría, invernada, engorde de novillo y agricultura de girasol o trigo. Jorge: “Al cambiar de sistema, me olvidé del gasoil, no tengo una sola boleta que pagar, ni una deuda. Y aprendí cosas nuevas: a mi edad eso es una maravilla”. Benja: “Solo de glifosato evitamos pagar unos 2.500 dólares este año, sumale los otros herbicidas y fertilizantes. Pero fijate, ya ni sé el precio, ni me interesa. Te convencen de que hay que ser empresario, y para serlo  tenés que comprar lo que ellos te venden. El modelo no funciona más”. Benja prefiere que le digan productor, o una palabra olvidada: campesino.

Oliendo plantas, me cruzo al irme del campo de Santiago con Javier García, también ingeniero agrónomo, asesor de empresas y profesor de un colegio agrotécnico. Dice: “Lo que me entusiasma de todo esto es la dimensión humana. La agricultura tradicional desplaza a a la gente de los campos, que se vacían. Y como no hay gente, tampoco hay votos, entonces todo queda muy abandonado por el Estado”.

Este ingeniero dice algo que tal vez implique seguir mirando el suelo, el cielo y el horizonte para entender lo que viene: “Si se siguen alineando los planetas, la agroecología puede ser una gran oportunidad para hacer  las cosas bien”.

Publicado el 16 de julio de 2018 por  Sergio Ciancaglini para MU

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