El feminismo y la utopía liberada

Publicado en por escabullidos

«El feminismo no es hallar la igualdad entre géneros, sino hacer posible una comprensión distinta de la experiencia del mundo que haga posible una armonía diferencial. El encuentro de lo otro como experiencia de la diferencia será la condición de posibilidad de esa nueva realidad»
El feminismo y la utopía liberada

La historia de las mujeres en el mundo sería una historia tan inabarcable como podría ser la historia de todo aquello que tiene tantos pliegues y perspectivas como las distintas personalidades que las encarnan. Sus dobleces, diferencias y experiencias harían imposible un discurso único, una historia general de las mujeres. Sin embargo, desde un punto de vista general y en oposición a toda una tradición, tal vez nos podríamos aventurar a asegurar que la historia de las mujeres pasa por la existencia de los hombres: si la cultura en la que vivimos ha sido construida por hombres, porque ellos han sido los dominadores de la misma durante tantos siglos, la dominación de los mismos ha construido un discurso único que ha eclipsado e incluso aniquilado otros discursos posibles. La feminidad, creada a partir de la volición masculina, no es sino el producto de dicha jerarquía de sumisión, pero a la vez la voz silenciada, la experiencia copada que, al desplegarse, deconstruye toda la verdad de la tradición y de la masculinidad dominante. Por ello, el feminismo, entendido como lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, no puede reducirse a una simple lucha legalista dentro del derecho, sino que, mucho más ampliamente, tiene como objetivo una revolución ética y ontológica cuya finalidad no es conseguir la igualdad, sino transformar el modo de pensar y de entender el mundo, de transformar la experiencia vital y el encuentro con la vida. Este cambio de relación para con la vida, este cambio de experiencia corporal y vital puede llegar alcanzar la igualdad entre las personas; pero sobre todo tiene como objetivo hacer una experiencia de la vida desde la infinita diferencia de las innumerables identidades que pueblan la vida: la igualdad no es la finalidad sino el resultado de un cambio de comprensión del mundo y de la experiencia del cuerpo.

Hacer una historia de la mujer y del feminismo resultaría, sino imposible, tortuoso, en la medida en que la mujer, dentro de la cultura occidental, ha sido siempre “lo otro”, la que no participa de lo común, lo sometido y, por lo tanto, lo que no tiene voz. De ahí que el feminismo aparezca como el intento de recuperar esa voz silenciada, pero también de crear otro mundo distinto. Si es improbable hacer una historia de la mujer, difícil es hacer una historia del feminismo, pues es un conjunto heterogéneo de ideologías y de movimientos políticos, culturales y económicos cuya amalgama de posibilidades es infinita; pero más complejo parece ser que el feminismo penetre en la masculinidad. Ciertamente, el feminismo lucha por dar voz a las mujeres, pero también por cambiar la voz de los hombres.

Como hemos señalado, el feminismo es heterogéneo e inabarcable, pero uno de ellos, el feminismo de la diferencia, no entiende «a las mujeres como un grupo social oprimido, como tal, homogéneo y necesitado de tutela, sino como un sexo diferente, privado de existencia en el sistema social dominante»[i] que debe participar de lo común, de la política desde la experiencia de lo concreto, del cuerpo como condición de posibilidad del cambio político-social y, en consecuencia, individual. En definitiva, dicha experiencia no puede darse si, previamente, no se participa de lo común, para hacer posible el cambio de juegos y compartir aquello que siempre ha sido de los hombres: la política como la gestión de lo común. Así, es necesario salir de lo privado, del ámbito personal pero sin obviarlo, y llevarlo a la calle, al espacio común para el encuentro “con lo otro”, con las otras identidades y, por lo tanto, con la diferencia y la alteridad, pues ese encuentro es la evidencia de que toda jerarquía es una construcción muy débil que sólo se mantiene viva si no se la discute. Así, el encuentro “con lo otro” a través de las diferencias corporales, sin sometimientos ni jerarquías, es la posibilidad de crear nuevos discursos que pongan en entredicho los dogmas indiscutibles de la realidad en la medida en que a partir del cuerpo surgen realidades indefinidas, más allá de toda ideología. Este modo de comprender la realidad puede poner en cuestión al sistema pero, sobre todo, a la tradición en la medida en que permite repensar las estructuras sociales haciendo participar a quien ha estado eclipsado por la tradición. En este caso al sujeto “mujer” en primera persona.

Es de vital importancia tomar la calle, el espacio público, para estar presentes en los centros de decisión y decidir, y —algo aún más importante— ser públicas, ser vistas, ser conocidas por el resto; ofrecer, en pocas palabras, una imagen de posibilidades. Es necesario, en estos momentos de extraordinaria importancia de la imagen, ver cómo la mujer está en la política, porque si, como sostiene Foucault y Butler, el sujeto es una construcción social, construyendo otra sociedad podremos tener otros sujetos. Así, la participación de la mujer como aquel “otro” siempre inexistente en lo público es una de las primeras necesidades para cambiar el mundo porque la decisión deja de quedar relegada a la masculinidad para ser compartida por todos.

Asumir la diferencia significa comprender que la realidad hegemónica no existe, sino que se consiente. En otras palabras, la diferencia es hacer evidente que no hay discurso general que determine a ningún sujeto absolutamente, aunque lo condicione, porque el sujeto siempre es libre, siempre puede poner en jaque, mediante su vida, cualquier verdad de cualquier discurso. Las diferencias, aunque existentes, no son significativas, y lejos de separarnos, nos unen porque nos ayudan a construirnos como sujetos, a autodeterminarnos para a llegar a ser aquello que somos. Las diferencias y la alteridad que las define son el principio real de aquello que nos permite ser de una manera determinada.

No obstante, y a pesar de que la feminidad y la masculinidad son construcciones histórico-sociales, las diferencias entre hombres y mujeres se hacen evidentes, ya sea física, ideológica o culturalmente, por ello «hacer vivo el conflicto entre los sexos, dentro de las instituciones políticas, permite reconocer el límite de la forma democrática y de la forma política»[ii] porque saca a la luz la diferencia que, aunque creada, existe y queda eclipsada cuando sólo una realidad (la masculina) decide en el ámbito público. En un abstracto discurso filosófico se puede entender que el género no existe, pero la realidad cuestiona a la filosofía cuando la creación del género determina nuestras vidas. Tal vez el género sea una construcción humana pero es un cuento en el que vivimos y del que cuesta desprenderse, por lo que su realidad se hace evidente y experiencial.

De ahí que, como el feminismo de la diferencia, pensemos que la lucha por la igualdad no venga dada por la lucha de los derechos, aunque tampoco rechazamos tal lucha por la igualdad jurídica, sino que señalamos que esta lucha es insuficiente para acabar con la discriminación. Y es que la lucha jurídica no busca realizar una lectura nueva del mundo a través de una comprensión distinta del mismo, sino en este mundo en el que vivimos copa y frena aquello que ya existe. Tal vez podría ser la lucha de una sociedad moderna donde la creación del sujeto siguiese produciéndose en el destello de una igualdad representativa, donde los individuos se hacen gracias al reflejo de una esencialidad. Pero hoy que dicha esencialidad ha muerto: sabemos que el mundo en el que vivimos lo hemos hecho las personas y puede ser de otra manera ya que la alteridad y la diferencia toman la voz que les fue usurpada por la homogenización y la igualdad. La igualada jurídica hunde sus raíces en un fundamento del sujeto bajo la sombra de la ciudadanía, pero no del sujeto autodeterminado, del sujeto privado y concreto, el cual, inaprensible, escapa a cada instante de toda generalidad. Defender la diferencia es defender la privacidad pero sobre todo, la libertad de poder ser sin ser obligado a ser, y no defender la igualdad abstracta que niega la creación del sujeto desde la experiencia para ser fundamentada desde la idea.

La construcción del sujeto, del “yo” desde la experiencia corporal, desde la interpretación de la propia vivencia, es el punto primordial para el fin de la discriminación y desigualdad entre hombres y mujeres, aunque esta no se da sin la participación en el ámbito público. Centrarse en la supremacía del interés individual sin contar con los otros con los que convivimos sobre lo común significaría seguir anclado en las prácticas de la tradición occidental y del patriarcado en tanto que la filosofía occidental moderna del sujeto pleno es el individuo autónomo sin la necesidad de los demás. De nuevo, el ámbito de lo privado, pero sin ser el eje central el espacio público, allí donde las diferencias se hacen evidentes, tanto corporal como ideológicamente. La plenitud del sujeto y el posible cambio social se hallan en el encuentro “con lo otro”, con lo distinto, pues en ese encuentro empieza a gestarse el “yo”, siendo el encuentro “con lo otro” la condición de posibilidad del “yo”. Esta forma de entender la autodeterminación del “yo” no sólo gesta una nueva forma de concebirlo y producirlo, sino que a la vez se opone a la tradición: la identidad deja der la representación de un patrón o modelo estándar esencialista, para gestarse a partir de la relación con los otros con los que el sujeto “con-vive”. Se rompe la tradición y también el discurso del patriarcado, porque se rompe la relación de dominación donde lo público se impone a lo privado, donde la esencia se impone a la presencia, donde la masculinidad se impone a la feminidad, para dar paso a un sistema circular en el que los sujetos, puestos en relación, rompen sus jerarquías ideológicas y físicas en la medida en que ya no hay más verdad que la brotada tras la propia relación. Y decimos “relación” porque no es una experiencia que se de sólo desde el pensamiento, sino, y sobre todo, desde la experiencia corporal: lo concreto, lo indefinido, lo que se escapa de toda razón última, tiene la capacidad de poner en cuestión toda verdad esencialista. La experiencia del cuerpo, entendida como aquella alteridad que se escapa de toda definición última, es el lugar de encuentro “con lo otro”: ha muerto Dios y con Él toda realidad que no pase por la experiencia del cuerpo.

El feminismo y la utopía liberada

El encuentro “con lo otro” desde la experiencia del cuerpo es, a su vez, el modo de topar con otra forma de vida y, por lo tanto, con otros modos de pensamiento. Así, cuando nos topamos con otro modo de pensar, con otra lógica estructural del pensamiento, nos preguntamos qué es imposible en nuestro pensamiento y de qué imposibilidad se trata, o dicho de otra manera, cuales son las condiciones de posibilidad de dicho modo de pensar. Nos preguntamos también sobre el orden de las cosas, sobre la ley interior de las cosas que se da a través de una mirada haciendo posible dicho pensamiento en la medida en que «un sistema de los elementos […] es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo»[iii]. El orden de las cosas, la mirada que hace posible todo pensamiento, es la episteme, entendida ésta como el marco de saber acorde a una determinada “verdad” impuesta desde un poder en cada época, donde las estructuras epistémicas se postulan como el fundamento de toda experiencia y conocimiento posible en un tiempo y un lugar: la episteme es la condición de posibilidad de toda utopía realizada. Así, toda construcción de género es una utopía ideológica realizada en y a través de los cuerpos, cuya realidad es posible gracias a un marco de saber que ha permitido hacer visible la posibilidad de la utopía. De ahí en parte que el feminismo considere la tradición de pensamiento occidental como patriarcado, en la medida en que lo femenino siempre ha estado gobernado por lo masculino: la figura masculina se ha impuesto sobre la femenina, no sólo negándole la voz en el espacio público, sino eclipsando sus distintas posibilidades y determinando su espacio privado, es decir, construyendo la mujer a las necesidades masculinas, una utopía para la masculinidad.

No obstante, en la misma episteme moderna podemos encontrar las anomalías suficientes como para superarla y, así, empezar a superar la misma tradición occidental. Según Foucault, la episteme moderna se caracteriza por el factor histórico y temporal que se introduce en los discursos de saber, conclusión que le lleva a decir que la episteme moderna se antropologiza: el saber se vuelve humano desde todas sus perspectivas, pero sobre todo en sus fundamentos. Sin embargo, el mismo sujeto moderno se encuentra con su propia anomalía, y es que aunque sea el sujeto el fundamento del conocimiento, es el sujeto mismo que conoce y que se conoce. En definitiva, incluso el conocimiento de las cosas y de sí mismo que puede tener un sujeto, es limitado, perteneciente a un tiempo y a un espacio. La anomalía del sujeto moderno vendrá dado por la analítica de la finitud, donde el sujeto es un ser empírico-trascendental, es decir, un ser que todo lo que conoce es histórico, temporal y perteneciente a un lugar, pero que al conocer tiende a la objetividad inamovible, es decir, a la trascendentalidad. Así, para Foucault, lo moderno se caracteriza por la oscilación entre lo trascendental y lo empírico, siendo una relación inestable, tal vez sólo superable si se abandona la episteme moderna antropológica. La “muerte del hombre”, es decir, la muerte del sujeto como objeto de estudio y conocimiento trascendental, puede dar paso a un nuevo sujeto que se construya, no tanto desde el conocimiento del “yo” y la identidad autoreferenciada, sino desde la alteridad del encuentro “con lo otro”. En otras palabras, el cambio político-social y, por lo tanto, individual, vendrá dado cuando los eclipsados, los acallados, los sometidos tomen el espacio público, no desde la igualdad homogeneizadora de la tradición, sino desde la diferencia concreta en la que se es, porque será mediante y a través de ellos que se harán visibles las otras realidades que la tradición a ocultado, pero sobre todo porque la experiencia de los acallados habla gracias a la experiencia del cuerpo: si la razón tradicional había eclipsado los discursos corporales, sólo los discursos que nazcan de la experiencia del cuerpo podrán poner en cuestión las piedras inamovibles de la razón, pues desde las experiencias concretas inasibles e inaprensibles se podrá poner en jaque toda determinación racional. La alteridad indefinible de dichas experiencias pone en duda la verdad del discurso porque la experiencia de lo concreto pone en jaque toda definición última de la misma y, así, es posible empezar a tumbar una verdad que parecía irrefutable: la deconstrucción de la tradición hegemónica no viene dada por los que han construido la realidad en la que vivimos, sino por aquellos que la tradición ha acallado, y las mujeres son también esas realidades silenciadas.

La feminidad, entendida como “lo otro” en una cultura tan masculinizada como la Occidental, es una de las voces que pueden permitir el cambio en nuestra sociedad. Falta que la feminidad tome conciencia de sí desde la alteridad en el encuentro “con lo otro”, pero también es imprescindible que la masculinidad se conciba desde la feminidad. Si la mujer no nace, sino que se hace, el hombre, en la misma postura, también se hace, y si aquello que se hace es un producto histórico-social, aquello que entendamos por feminidad y masculinidad es responsabilidad de aquellos que participan en lo público. Tomemos el espacio público y aquello que lo gestiona, sin que unos se impongan sobre los otros, sino en el encuentro con los otros, con las diferencias que supone porque esas diferencias serán las que, desde lo común, nos unan en la construcción de nuestra identidad. Parafraseando a Mary Shelley, no se trata de que las mujeres tengan más poder que los hombres, sino que ellas tengan más poder sobre sí mismas, de que ellas puedan construirse desde su voz, sin ser determinadas por la voz de la tradición: que la voz de unos no silencie ni diluya la voz de otros. Es necesario, pues, que el hombre deconstruya su masculinidad, que la interrogue, y la alteridad de lo otro, en tanto que indefinible e inaprensible, es la condición de posibilidad de deconstruir la masculinidad. La mujer, pues, se postra como la voz de la experiencia corporal abnegada que tiene en sus manos la capacidad de dar un vuelco a este mundo, y simultáneamente el hombre tiene la oportunidad de despegarse de toda representatividad, dándose en ambos la oportunidad del encuentro en sus diferencias. Diferencias que unen más que separan, pues la libertad de uno asegura la libertad del otro: no hay esclavo sin amo, ni amo que viva sin su esclavo.

Si los individuos tenemos el poder sobre nosotros mismos, entonces podremos adelgazar la línea que la igualdad jurídica nunca pudo suprimir: la imposición, la desigualdad y la discriminación. Por ello sostenemos que tomando la mujer el espacio público, podrá compartirlo con los hombres y, así, feminizar la masculinidad que niega toda diferencia. Se trata, pues, de que la mujer recupere su voz propia, pero a su vez, de convertir al hombre en otro que la tradición. La partida al encuentro de lo otro será la condición de posibilidad de la experiencia de sí, al mismo tiempo que es la posibilidad de una política de lo verdaderamente común, a saber, la vida, pues, como dijo Michel de Montaigne, “quien no vive de algún modo para los demás, tampoco vive para sí mismo”. Liberemos, pues, la utopía construida.

Imagen de portada: Hannah Wilke. S. O. S. Starification Object (1974)


[i] Rubio Castro, Ana: “El feminismo de la diferencia; los argumentos de una igualdad compleja”. Revista de Estudios Políticos (Nueva Época). Núm., 70, Octubre-Diciembre 1990. Pág.: 188.

[ii] Rubio Castro, Ana: “El feminismo de la diferencia; los argumentos de una igualdad compleja”. Revista de Estudios Políticos (Nueva Época). Núm., 70, Octubre-Diciembre 1990. Pág.: 203.

[iii] Foucault, M.: Las palabras y las cosas. Siglo veintiuno. Madrid, 1997. Pág.: 5.

Publicado: el 16 de abril de 2015 por Juan Carlos González Caldito (@JuanC_Caldito) para Revista Mito - http://revistamito.com

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